Anoche tuve la oportunidad de ir a un concierto. Uno modesto, sin parafernalia ni alharacas, pero con las dosis de complicidad y talento necesarias para pasar un buen rato. El marco, el Café Zanzíbar, invitaba a ello.
Entre canción y canción, se me venía a la cabeza la reciente noticia según la cual el descalabro de la industria musical es mayúsculo. Nada nuevo bajo el sol: avariciosos que no quieren dejar de serlo, jetas que siguen queriendo vivir del morro, el marketing discriminando a troche y moche, un mercado saturado por figuritas de virtudes musicales cuestionables y el talento, mientras tanto, buscándose las castañas en rincones y garitos como si fuera un proscrito. La verdad es que es ya incluso irrisorio cómo los responsables de la industria musical lloran su ruina y claman contra las nuevas tecnologías, etc, con tal de escurrir el bulto de la verdadera razón: son, interesadamente o no, incapaces de adaptarse a unos nuevos hábitos de consumo, unos nuevos soportes y una nueva audiencia. ¿Por qué? Porque a ellos, los gerifaltes y demás palafreneros de ese mundo, lo que menos les importa es la música, entendida como arte disfrutable y talento difundible. Y no te digo ya cuán (poco) presentes tienen a los artistas que, sin más credenciales que el genio ni más padrino que un desparpajo casi kamikaze, quieren ganarse la vida haciendo de su pasión algo más que un sueño. Además, cierto tufo a falacia huele en las reclamaciones de la industria musical, porque el éxito de los eventos en vivo (los conciertos de toda la vida) sigue siendo incontestable, poniendo en evidencia que la gente no tiene problema alguno en pagar por disfrutar de algo afín a sus apetencias y de calidad, siempre y cuando ese precio sea mesurado y no el febril termómetro de la codicia. En resumen, que la solución para salir de la sima es bien sencilla: Preocuparse más del talento y menos de los soportes, concentrarse en las personas y no en los números, trabajar, en definitiva, por la música.
Mas, volviendo al concierto, fue muy grato. Quizás fuera por la sinceridad mundana de las canciones, por la naturalidad y humildad del intérprete, por el ambiente de complicidad y camaradería espontánea, por la sensación de estar disfrutando de algo diferente a lo que señalan como tendencia los cuarenta previsibles...Conciertos así tienen un componente de desnudo artístico, pues el cantante comparte con un público, conocido o no, una serie de letras que esconden un buen puñado de recuerdos y vivencias personales, pequeñas historias encerradas en pentagramas escritas en la intimidad.
La agradable bellaquería callejera de Joaquín Sabina, el desparpajo de Cifu, la personalidad de Ismael Serrano o David Broza...todas esas señas identitarias son las que atesora Jesús Sanjuán, el joven cantautor que dio forma y fondo a la noche del pasado viernes. Con una versatilidad en la guitarra y el piano fuera de toda duda (aunque a mí, personalmente, me gustó mucho más en las teclas que en las cuerdas), Sanjuán compartió con los asistentes algunas canciones que forman parte de la banda sonora de su vida, peldaños de un sueño aún por alcanzar y que se merece lograr, no sólo ya por talento, sino por su humildad ,que empequeñece a tanto divo y jeta rutilante.
En definitiva, si ya en los tiempos que corren ser joven y con talento es una invitación a la inanición y el ninguneo, serlo en el panorama musical en la era de la SGAE es como ir a la Cólquide a por el vellocino. Por eso, gente como Jesús Sanjuán o Patricia Morueco contarán con mi apoyo, por su actitud y su aptitud; porque, en el mundo en que vivimos, ningún autor debe callar su voz, aunque sólo sea por disfrutar de veladas tan gratas como la de anoche.
1 comentario:
No se puede decir más claro. Por desgracia has dado en la diana de la industria musical actual. Además,es un círculo vicioso: figurines y letras vacías e inanes para másas ávidas de alienación. Y mientras, los talentos sudando la gota gorda en locales de ensayo de 3m cuadrados.
De todos modos, gracias por este nuevo hálito de esperanza.
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