Entró en su cuarto.
Cerró la puerta. Bajó la persiana. Echó la cortina. Se desvistió. Se quitó el
reloj. Apagó el teléfono móvil. Se tumbó bocarriba sobre la cama. Cerró los
ojos. Y dejó que los pensamientos se fueran, que las imágenes vinieran, que el
pasado volviera, que el presente se deshiciera, que el futuro no fuera, que la
piel se erizara, que las lágrimas asomaran, que la vida desanduviera, que el
lugar no importara, que el tiempo su respiración contuviera, que el silencio
fuera callándola, que la oscuridad la sumergiera, que el dolor la descosiera,
que la pena la traspasara, que el recuerdo como un rosal de risa y llanto floreciera,
que los sentidos fantasmas dibujaran, que las palabras se desvanecieran, que el
sueño la reclamara, que el vacío la besara, que la caída no encontrara el
final, que ya no hubiera próximo capítulo, que todo se volviera nada, que nada
importara todo, que el punto dejara de ser y seguido, que la luz se le escapara
por las venas, que la vida llegara a la última estación donde en el andén sólo
espera ya el olvido.
Cinco minutos más tarde,
su madre abrió la puerta. Su silueta quedó recortada en el umbral, proyectándose
como una lengua funesta sobre su hija. Al ver la escena, dudó si llamar a
gritos a su marido o afrontar aquello ella sola. Contuvo la respiración, buscó
las palabras adecuadas y dijo: “Tienes dieciséis años. El mundo no se acaba
porque dejes de salir con un chico. Y ponte la ropa, que vas a coger
frío”.
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