Cuesta encontrarlas
en un mundo en el que el avance tecnológico ha deslocalizado la distribución y
la lectura físicas de libros. Cuesta encontrarlas en una sociedad en la que se
ha extendido el vicio de considerar que la compra de un libro no significa necesariamente
su lectura. Cuesta encontrarlas en un contexto editorial como el actual con
exceso de marketing, excedente de famoseo y saturación de obras y autores de
pésima calidad que perjudican la visibilidad o siquiera el desembarco impreso
de obras y autores mejores. Cuesta encontrarlas en un país en el que el
Ministerio de Cultura es puro atrezzo, en el que no hay mas plan de Educación
que el de formar a cretinos en serie que el día de mañana puedan ser pisoteados
alegremente por sus superiores políticos o laborales, en el que la Cultura
(como industria y como concepto) ha sido menospreciada oficial y políticamente
y penalizada fiscalmente. Cuesta encontrarlas en ciudades como Madrid donde la
frenética rutina convierte las calles en una máquina de pinball y en la que la
gente sólo se acuerda de ellas cuando truena el regaleo navideño o cumpleañero.
Cuesta encontrarlas pero las hay. Cada vez menos. Pero las hay. Librerías,
digo. Pero no las franquiciadas tipo "La Casa del Libro", "La
Central" o "Top Books" ni las engullidas por centros comerciales
como El Corte Inglés o FNAC. Hablo de las librerías "de toda la
vida". Aquellas en las que convergen un proyecto profesional y un proyecto
personal. Aquellas en las que todo depende del buen gusto y el buen tratar de
la persona al mando. Aquellas en cuyos escaparates es raro encontrar el típico
petardeo pseudoliterario que, en otros sitios de venta de libros, te meten casi
por embudo según pones un pie dentro. Aquellas cuyos dependientes sólo te
los puedes imaginar haciendo eso: repartiendo experiencias y conocimientos
en forma de libro. Aquellas cuya clientela apenas van más allá de los límites
de un barrio y los mentideros lectores. Aquellas que tienen un encanto añejo y
mágico para quienes gustan de la lectura, como la ficticia librería del Sr. Koreander. Aquellas que, por vivir
en los tiempos que vivimos, tienen mucho de búnker ante el mal gusto, de
espigón ante la incultura, de malecón temerario en un mar embravecido de
ineptitud, de refugio para los amantes de la literatura convertidos gracias
a la estupidez mercantil y al bochorno gubernamental en una suerte de partisanos.
Aquellas que hoy forman parte más de un pasado al que añorar que de un presente
que lamentar.
Como digo, cuesta
encontrarlas, pero las hay. Cada vez menos, eso sí. Yo, que no soy precisamente
Gandalf, he visto ya desaparecer en Madrid librerías excelentes como la de "Rubiños 1860" en la calle Alcalá,
la de "Méndez" en la calle Ibiza o la de
"Gabriel Molina" en la Travesía
del Arenal, por citar sólo algunos ejemplos. En ese sentido, yo no sé si las
librerías son los nuevos cines en lo que a extinción se refiere o incluso si su
ocaso se inició mucho antes que el de las salas de proyecciones, pero uno,
cuando entra en librerías como las que digo, tiene la extraña y
contradictoria sensación de estar paladeando un espejismo, un fantasma que vive
de prestado, un placer con la caducidad de un orgasmo. La verdad es que la
alegría y la pena de estar dentro de estos locales son grandes por igual para
los que disfrutamos con y de la literatura, la de verdad, digo, no "la
otra" que no es ni literatura ni es nada más que memeces impresas y
encuadernadas cuando no simple y pura basura con un maquillaje más o menos
engañoso. Claro que esa agridulce sensación se alivia bastante con el clima de
complicidad propician el buen trato y el criterio que dispensan los libreros,
lo que sin duda constituye el otro gran valor añadido de estos bastiones contra
la mediocridad. Quien quiera comprender o experimentar lo que digo, puede darse
una vuelta por librerías como que Visor (en Isaac Peral 18), Gulliver (en la calle del León 32), Antonio Machado (en Fernando VI, 17), Gaztambide (en el 6 de la calle
homónima), Sin Tarima (en la calle del Príncipe
12), Galdós (Hortaleza 5) o en la Librería Española e Internacional (en
Narváez 7), donde es imposible que quepa más buen gusto en menos espacio.
Así las cosas,
asumido que estamos ante una extinción no sólo de un modelo de negocio sino de
una forma de entender la cultura y, por tanto, la vida, sólo cabe invertir el
tiempo y el dinero suficientes para hacer que este crepúsculo, que este morir
desgranado en el tiempo, que este desvanecimiento con sabor a réquiem, que la
desaparición de este mundo entre mundos, que el desmoronamiento de esos puntos
de encuentro entre forajidos de las majaderías, que este penúltimo canto del
cisne haya merecido la pena.
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