Cuando le despertó aquel zumbido, en su boca emergió un fantasma de
alcohol caro y sexo gratuito. Cuando le despertó aquel zumbido, la luna
hacía rato que se había quitado sus tacones de neón color pecado. Cuando
le despertó aquel zumbido, la habitación era una escombrera de siluetas
apenas perfiladas por la luz ahogada que filtraba en morse la persiana. Cuando
le despertó aquel zumbido, sus ojos se le llenaron de postales de una
noche y dos cuerpos. Cuando le despertó aquel zumbido, el cuarto aún
estaba caliente y flotaba una sensación agradable, como de pan recién
hecho. Cuando le despertó aquel zumbido, notó la casi imperceptible
respiración de ella, a su lado, cosquilleando cálidamente su espalda
desnuda en un siseo de mar en calma. Cuando le despertó aquel zumbido,
no sabía qué hora era, tan sólo que había un zumbido, un rumor molesto,
como el eco de un enjambre enfurecido, llenando el aire que hacía unas
horas habían cartografiado los suspiros y los gemidos de dos personas
colisionando sus soledades en el Big y el Bang de la carne encendida. A
esas horas, las gárgaras arrítmicas de las cañerías y el clinclán lejano
del ascensor ya habían empezado a colorear la rutina del edificio. Y el
zumbido seguía ahí. Con cuidado, se deslizó por el lateral de la cama y
se levantó, paseando a tientas su fibrada desnudez hasta la cocina mientras
decidía qué hacer de desayuno. Y el zumbido seguía ahí. Se apoyó en la
encimera, esperando que la cafetera estuviera lo suficientemente
caliente para derramar su orgasmo de cafeína en las dos tazas que
aguardaban a su lado como dos estoicas groupies. Y el zumbido seguía
ahí. Apuró el café de un trago y, en lugar de ir a asearse, o vestirse, o comprobar en el móvil la cotización de sus acciones, o chequear su cuenta de Twitter en busca críticas positivas a su última obra, o a cualquiera de las otras cosas que engarzaban su mantra mañanero, claudicó ante la curiosidad por el zumbido. Y lo buscó. Cerró los ojos y sus oídos se convirtieron en dos sabuesos buscando la trufa más molesta del mundo. Empezó a deambular lentamente de un rincón a otro, de una pared a otra, como un péndulo de Foucault con problemas de alcoholemia. Conforme pasaban los minutos el zumbido había mutado en la orquesta y coro de lo insufrible. A cada segundo, su habitual templanza y raciocinio se desvanecían para dejar paso a un Ulises obsesionado con meter billetes en el tanga de las sirenas. A cada segundo, todo lo que no fuera el zumbido le era ajeno. Como la chica que, ya despierta, sin más vestuario que un reloj comprado en Portobello, bebía en silencio el café mientras contemplaba la escena con una sonrisa en una mano y cierta incredulidad en la otra. A esas alturas, el zumbido había ganado la batalla de la atención a ese cuerpo de aspecto engañosamente delicado asentado sobre unos pies pequeños y coronado por una sonrisa traviesa que sólo hacía unas horas había sido laberinto, principio y fin. Minutos más tarde, ella estaba en la ducha, dejando que el agua tibia mandara por el sumidero los recuerdos de una noche que comenzó hablando por Chopin y acabó follando por Metallica. Pero él seguía buscando el zumbido. Minutos más tarde, ella estaba ya maquillada y vestida como recién salida del bohemio París del 68, llenando toda la casa de un aire très chic y un no-sé-qué muy cool. Pero él seguía buscando el zumbido. Perdido en su cacería de aquel horror lovecraftiano que moraba sonoro y esquivo tras las paredes. Absorto en una quimera de decibelios informes que afilaban su histeria. Ella puso su mano sobre su hombro.
- Me voy.
- ¿Eh? Ah, perdona. Ya estás vestida. ¿Te vas?
- Sí.
- ¿Al trabajo?
- ¿Dónde si no?
- ¿Lo oyes?
- ¿El qué?
- El ruido.
- No.
- Es como una batidora, quizás como una thermomix, parecido pero no igual. ¿Lo ves? Ahí está otra vez. Escucha.
- Yo no oigo nada.
- ¿Que no lo oyes? Por Dios. Lo único que no sé es de qué vecino saldrá el ruido. Es como un zumbido. ¿Me explico? Quizás sea del vecino de arriba. El runner. Quizás se esté haciendo algún batido de esos de proteínas con anabolizantes de esos. Lleva así media hora. O a lo mejor son los veganos de enfrente haciéndose un zumo. No sé. Pero de algún sitio sale.
- Me voy.
- Sí. Claro. Venga, te llamo luego.
- De acuerdo.
- Oye.
- ¿Sí?
- ¿De verdad que no lo oyes?
La puerta al cerrarse fue el único sonido que ambos oyeron.
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