Antaño, cuando yo jugaba al Risk con mis amigos, rara era la partida en que no quedara clara una de sus reglas no escritas más importantes: si pretendes ir más allá de lo debido en número de territorios o ejércitos, pierdes, primero por la insostenibilidad intrínseca de semejante ambición y, segundo, porque tus rivales tarde o temprano se olvidarán momentáneamente de sus objetivos individuales para recordarte por las malas que la templanza es una virtud. Algo de esto le ha pasado a Podemos o, mejor dicho, a sus dirigentes o, aún mejor dicho, a Pablo Iglesias. Y por eso, ahora mismo, están más cerca de morir en la orilla o de que "se queme el cochecito" (expresión clásica de aquellas partidas de Risk) que de convertir La Moncloa en Woodstock.
Y esto no es nada nuevo en absoluto: a Iglesias y cía les ha ocurrido lo mismo que se puede leer y ver en decenas de mitos y tragedias griegas: la hibris (desmesura) siempre acaba siendo castigada. Se vinieron arriba como Ícaro y...
Del asalto a los cielos han pasado al mal de altura en un pispás y todo porque, a la hora de la verdad, no había gente suficiente en la quedada para tomar la Bastilla. Es el riesgo de intentar rentabilizar a medio y largo plazo estados de efervescencia: que una mañana te levantes y no haya nadie al otro lado de la cama, que deje de contestar a tus mensajes, etc.
La culpa de eso es a repartir. Por un lado, Pablo Iglesias y su camarilla son culpables de apostar obstinadamente por un estilo agresivo, ambiguo, bronco, volátil; de fiarlo todo a la crítica destructiva; de no querer ver más allá de su propia ambición arribista; de recurrir más a la demagogia y la pancarta que a la dialéctica y la elocuencia; de usar formas nuevas para un discurso trasnochado; de buscar más la pose que el programa y de creer que el eslogan es una patente de corso, bula de indulgencia y salvoconducto. Moraleja: comportarse política y públicamente como si padecieras el síndrome de Tourette tiene una gracia con fecha de caducidad.
Por otro lado, los líderes de Podemos no son culpables de haber surgido en un contexto de amplio, dispar y justificado descontento social y de haber sido aupados inesperadamente por un magma de gente que quiere cambiar las cosas para recuperar para España la dignidad y la esperanza pero a la que no le importa el "quién" sino el "cómo" (lo cual explica en parte el actual descalabro de Podemos en favor de Ciudadanos). Moraleja: a la estrecha realidad le hacen falta unas cuantas copas para irse a la cama con el idealismo más zafio e ingenuo.
Tampoco les ha ayudado mucho (perdón por el eufemismo) la existencia de hemerotecas, sus vínculos con el Chavismo, sus coqueteos con proetarras vascos e independentistas catalanes, el cometa Monedero, las refriegas intestinas, los problemas en Grecia, el ayuntamiento catatónico y estrafalario de Ahora Madrid, el patinazo en las elecciones catalanas...
Por todo ello, resulta casi una perogrullada afirmar que Pablo Iglesias ha pasado de mesías a suflé a una velocidad de cien gatillazos por hora que hace que su desmoronamiento resulte hasta enternecedor. Más aún si cabe si tenememos presente que Iglesias es un hábil demagogo que se ha pasado de listo pero que no es precisamente tonto. No obstante, aunque Iglesias y su séquito tuvieron, tienen y tendrán todo mi desprecio y antipatía, hay que reconocerles el mérito de haber evidenciado antes que nadie que hay vida más allá del patético e indignante bipartidismo y que la gente quiere cambio. Por eso, cabría concluir que si el crepúsculo del mamoneo político fue de color violeta, el amanecer de un tiempo nuevo es de color naranja. Malos tiempos para las coletas.
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