Fuera, al otro lado de las cortinas cruzadas y la persiana bajada, el aire gélido vaciaba las calles mientras las nubes manchaban el cielo como brujas a la carrera. Dentro, los restos naufragados de la cena. Frente a ellos, el televisor encendido, iluminando el pequeño salón con un halo azulado y eléctrico. Ellos, sentados uno junto a otro, descomponían la jornada en una reyerta de anécdotas y comentarios sin más importancia que la de poner pausa y complicidad a un día a punto de echar el telón. En la trastienda de sus preocupaciones, la incertidumbre de un futuro inconcreto en el que había las suficientes amenazas como para no fiarlo todo a las certezas. No era un diálogo memorable pero era un diálogo necesario, útil, balsámico. Hablaban intercambiando palabras, miradas y pequeños gestos de los que escriben grandes historias en notas a pie de página. Dialogaban al mismo tiempo que intentaban espantar fantasmas o quizás haciendo de esto la excusa para aquello. Conversaban para saberse el uno al lado del otro, para sentirse juntos pese a todo y por encima de todo. Utilizaban aquella agradable palabrería para dar un barniz de normalidad a una vida en la que cada noche velaban armas para el día siguiente, para vestir de rutina la épica de salir adelante en un mundo que no acababa de amanecer, para amansar un tiempo encabritado como un animal herido. Se daban palabras con la misma honestidad que un beso porque en ocasiones el silencio es un lujo que una pareja feliz no se puede permitir.
Y así estaban, zigzagueando en la frontera entre lo mundano y lo íntimo, cuando la televisión empezó a susurrar una ventana hacia otra de esas tantas vidas que caben en la vida. Una ventana hacia una tragedia de esas que hacen tambalear cualquier creencia en cualquier Dios. Una ventana hacia una historia que, teniéndolo todo para acabar mal, merecía acabar bien. Una ventana hacia la intimidad de una pareja muy joven, humilde, anónima hasta entonces cuya valentía y compromiso les libraba de cualquier posible juicio o consejo o nada que no fuera enmudecer y conmoverse. Una ventana hacia una de esas epopeyas que lo mismo sirven para cebar programas sensacionalistas que para descartar el destino como animal de compañía o para aleccionar sobre en qué consiste esto de la vida. Una ventana directa hacia una moraleja agridulce, impertinente y cierta: vivir es reaccionar. Pero también es creer no tanto en un Dios como en quien te hace sentir como si lo fueras; creer en quien con una sola sonrisa pinta de luz la más profunda oscuridad; creer en quien espera de ti lo imposible que sólo tú eres capaz de hacer; creer en quien da sentido y significado a cualquier sacrificio por exigente, duro o desagradable que sea; creer en quien convierte el amor en la mejor excusa para no renunciar a nada; creer en quien, desde que entra en tu vida, se convierte en ella.
Pasaron varios minutos en los que sólo el televisor hablaba. Ambos estaban completamente sumergidos en la historia de aquellos jóvenes que habían convertido el tártaro en una declaración de amor apabullante e incontestable. En un ejemplo. En una lección.
Cuando desaparieceron de la pantalla, ellos seguían allí, en el salón. Apagaron el televisor. Recogieron la cena. No hablaban. No hacía falta.
viernes, 29 de mayo de 2015
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