El descansillo de la escalera olía a televisores cenando mientras la noche se desparramaba por el cielo como una caricia de azúcar. Dentro, en la cocina, duchada por una luz azulada que sacaba un brillo lunar a los azulejos negros, ella terminaba de fregar los cacharros. Sólo el siseo del grifo convertía al silencio en espuma. En su mente, las nubes por despejar. Al sentir sus manos rodeándola como la marea, se sobresaltó. La preocupación siempre es un buen silenciador. Él no dijo nada; apoyó la boca en su nuca y dejó que su nariz se llenara de ese perfume que siempre tendría para él ninguna marca, un nombre y dos apellidos. "No hagas el tonto" dijo ella sin volverse. La calidez de sus manos desapareció de su vientre y su aliento se despegó de su larga cabellera castaña. Sacó en silencio el iPhone de su bolsillo. Un segundo. Dos segundos. Tres segundos. Una canción comenzó a sonar y la cocina se vistió de bolero. Él volvió a rodearla con sus brazos, la giró suavemente y la
estrechó contra sí. No hubo palabras en ninguna boca. Él comenzó a moverse lentamente al son de aquella melodía color de ron. Ella sonrió, acunó su cabeza en su pecho y dejó perderse en su abrazo. Primero desaparecieron las sartenes y los platos. Luego el fregadero y la nevera. Después los armarios. Y los azulejos. Y la luz. Y las paredes. Y el suelo. Y el resto del piso alquilado. Y el edificio de maderas canosas y vecinos crujientes. Y la ciudad encendida en siluetas. Y el país al borde de la desesperanza. Y el mundo al filo del colapso. Y el tiempo mismo. Todo desapareció hasta que sólo quedaron ellos dos, bailando aquella canción con sabor a atardecer. Ella lo abrazó más fuerte y él la besó suavemente en la cabeza. Y así se quedaron aún mucho después de que el bolero acabara.





1 comentario:
Precioso y preciso.
Publicar un comentario