Este artículo habla de una realidad que no sale en las noticias, de una certeza que anida a la sombra de cualquier atención pública y privada, de unos hechos impresionantes que se disuelven en la queda cotidianidad, de unos héroes de gestas íntimas que se disipan entre recuerdos y silencios. Este artículo va por todas las personas que protagonizan esas colosales historias anónimas donde las hieles del infortunio y el dolor forjan a grandes personas revelando sus inconmensurables virtudes.
En el devenir humano, la felicidad es tan esquiva e imprevisible como la suerte y a menudo se mueve entre las bambalinas de la desazón y el llanto. Y es en este marco en el que hay que situar las pequeñas grandes gestas de gente normal que, lejos de hincar la rodilla ante el desaliento de la enfermedad, el padecimiento, la miseria o la muerte, sacan fuerzas de donde no las hay no ya para sostenerse a sí mismos, sino para sostener a quienes, en sus cercanías, sienten el amargo y vil zarpazo de la desgracia. Estoy seguro de que todos conocemos casos como los que aludo y que muchos lo habrán vivido en carne propia. Y yo no soy una excepción.
Cuando lo más fácil o lógico es venirse abajo, desmoronarse en lágrimas, perderse en una espiral de culpas o dejar que la amargura nos carcoma el alma, el hecho de que alguien no vuelva la cara a los problemas y los afronte con extraordinaria energía y magistral actitud por sus seres queridos y por ellos mismos es algo sobrecogedoramente singular y digno de honesto y sentido elogio. Recoger el guante y luchar contra el cruel embate de la muerte en cualquiera de sus formas y sucedáneos es algo sólo al alcance de excepcionales personas. Hacerlo sin postergar la sonrisa ni abandonarse a la desesperanza ni convertirse egoístamente en el centro de atención, una tarea reservada para héroes y maestros.
Hay muchas maneras de sufrir indeciblemente, pero creo que estarán conmigo en que perder a un ser querido, ya sea súbita o paulatinamente, es un calvario que destroza el ánimo de cualquier ser humano y acerca a quienes sufren tal pérdida a las voraces puertas de un atroz hades adonde amenazan con marcharse indefinidamente los argumentos para sonreír, seguir adelante o sencillamente ser feliz. Por eso, rebelarse ante tal cruento padecimiento y reivindicar con el denodado ejemplo personal las virtudes que hacen grande al ser humano es una lección que nadie puede dejar de admirar, aplaudir y repetir.
En estos últimos años, especialmente en los postreros meses, he vivido muy de cerca situaciones como las que comento, protagonizadas por personas muy queridas para mí, de las que he aprendido tantísimo en ese trance tan doloroso que me siento en deuda con ellas. No sé si habré estado lo suficientemente cerca suyo para que me hayan sentido como un apoyo o una vía de escape, pero sí sé que podrán contar siempre con mi cariño incondicional y mi ayuda para todo lo que sea menester. Vivir tan próximamente lecciones tan ejemplares de humanidad es algo indescriptible por lo que sólo se puede dar gracias.
Y es a ellos a quienes quiero dirigirme en el final de este artículo: Las personas que habéis perdido pueden sentirse inmensamente orgullosas de vosotros, tanto o más que aquellas que ahora se honran con vuestra amistad, confianza y cariño. Para vosotros, maestros, todo mi respeto y admiración, de corazón.
Dedicado a Mónica y David y sus respectivas familias.
1 comentario:
El éxito se consuma gracias a la gran cantidad de perdedores.
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