Las buenas personas existen. No son un mito, aunque el mundo en que vivimos las estén convirtiendo en eso. Son las personas que en su ausencia dejan una colosal estela de enseñanzas y buenos recuerdos, las que te hacen mejor con el mero hecho de estar a tu lado, las que te honran con su cariño y sabiduría, las que se visten de humildad y echan a andar por el alambre de la vida sin pretensión alguna de ser centro de atención ni fuente de problemas. Son gente de una bondad tan descaradamente indiscutible que sólo un velo de sincera modestia evita que eclipsen al resto. Son ángeles que tardan un tiempo en volver al lugar al que pertenecen: el Cielo.
Yo tengo la inmensa suerte de haber conocido y/o conocer a buenas personas. Carlos, Eduardo, Pedro Mª, Lucy, Camino, Ernesto, Íñigo, Socorro, Miguel Ángel, Manu, Pablo, Víctor, Nacho, Mónica, Davinia, María, José, Amparo, Ana, Tomás, Pedro, Rafael...Es un honor y un verdadero privilegio conocer a tantas buenas personas que no podría citarlas a todas. Sin embargo, hoy quiero dedicar este artículo a tres personas que ya no caminan sobre la tierra. Tres personas de las cuales puedo decir orgulloso que llevo su sangre y apellidos: Esther Morán y José y Pedro Cullell; la abuela, el padre y uno de los tíos de mi excepcional madre.
Los tres ya son recuerdo, inspiración y leyenda, porque recordar a personas de una bondad casi legendaria sólo puede ser motivo de inspiración. Siendo honesto, he de reconocer que sólo tuve la increíble fortuna de conocer durante muchos años a Esther, "la yaya", como la llamábamos, y que fue, es y será, sin rodeos ni eufemismos, la mejor persona que habré conocido nunca. De José Cullell, mi abuelo materno, sólo sé lo que de él me han contado mi abuela y, fundamentalmente, mi madre, puesto que murió cuando ella era sólo una niña. Algo parecido sucede con Pedro Cullell, mi tío abuelo, al que, por desgracia, desde ayer ya nunca conoceré en persona, pero del que siempre guardaré el tesoro de elogios que le han dispensado durante todos estos años mi abuela y mi madre. Esther, José y Pedro: tres personas que con sus vidas han dado un oceánico sentido a palabras que son virtud: "humildad", "sabiduría", "esfuerzo", "cariño", "valentía", "pundonor", "comprensión", "sencillez", "compromiso", "bondad", "nobleza", "honestidad"...
Ante gente así, yo sólo puedo aspirar a honrar su memoria intentando ser ejemplo vivo de sus portentosas cualidades humanas y testimonio de su infinita bondad, pero sin renunciar nunca al principal valor que me han dejado como legado: ser humilde. Esther, José y Pedro enseñaron demasiadas cosas buenas como para dejar que caigan en saco roto. Ni ellas ni lo que significan merecen caer en el olvido. Eso sería un lujo obsceno. Yo sólo quiero ser digno de estar a la sombra de su ejemplar corazón. Yo sólo quiero estar a la altura suficiente para no traicionar nunca las últimas palabras que hace años me dijo mi yaya Esther antes de fallecer: "Sé bueno".
Descansad en paz. Gracias por ser personas hechas de cielo y tierra. Fuisteis ángeles en este mundo. Hoy sois estrellas en el firmamento.
Este no es un artículo para criticar ni frivolizar. Este es un artículo para recordar por qué hay que dar gracias.
1 comentario:
que así sea Javi.
Siempre es bueno recordar en positivo, y eso es un ejercicio realmente sano. Cada uno de nosotros podría firmar este artículo pensando en alguien, y yo por supuesto lo hago.
Un abrazo Javi y mucho ánimo. Manu (no se si seré o no buena persona pero se intenta al menos)
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