sábado, 22 de septiembre de 2018

La luz del Brujo

Anoche fui a ver por fin la penúltima obra de Rafael Álvarez "El Brujo" (1950) al Teatro Fígaro de Madrid (tras su paso por el vecino Teatro Alcázar), ahora que Autobiografía de un yogui se va a despedir de la cartelera madrileña mañana domingo. Suelo ser fiel a mis filias y mi admiración y afición por "El Brujo" viene de hace ya tiempo, lo cual me ha permitido ver buena parte de sus creaciones (Lazarillo de Tormes; Misterios del Quijote; San Francisco, juglar de Dios; El Evangelio de San Juan; Mujeres de Shakespeare; La Odisea; El asno de oro; La luz oscura...) desde que tuve la suerte de ver la primera un verano en Estella, hace ya muchos años.

La función, que sobrepasa con holgura las dos horas de duración, cuenta/adapta la vida de Paramahansa Yogananda, un famoso yogui, gurú y místico hindú que trajo el yoga a Occidente, cuya obra ha sido traducida a infinidad de idiomas y es, en palabras del propio Álvarez, su maestro. Ello le da pie al Brujo a hacer un interesante bosquejo de la mística oriental, entreverado de hilarantes anécdotas personales (como el proyeccionista Amperio o el "cura de mi pueblo") junto a ingeniosísimas pullas a la actualidad nacional y local.

Dejando aparte la inmensa suerte que tuve con la entrada (literalmente, a pie de escenario), la acertada escenografía y la magnífica música de Javier Alejano, la obra me resultó más difícil, densa o compleja que de costumbre, ignoro si por mi desconocimiento del "autobiografiado" y de la materia, por la infinidad de hechos y nombres que cuenta El Brujo a lo largo de la representación, por el cansancio tras una intensa semana de trabajo o por vete a saber qué. El caso es que ha sido su obra que más me ha exigido como espectador. Un esfuerzo que, honestamente, mereció la pena y que bien compensa el extraordinario desempeño del actor solista en su titánica adaptación. Digo que mereció la pena no sólo por el excelente rato que siempre te hace pasar Rafael Álvarez sino por todo lo que aprendí nuevo sobre el hinduismo. Así, al salir del teatro, estaba indudablemente cansado por el tour de force del Brujo, pero también innegablemente agradecido por las risas y la sabiduría. Es decir, lo habitual gracias a este genio del arte dramático.

Más allá de lo estrictamente biográfico de Yogananda (quien tuvo una vida bastante curiosa) y de las llamativas semejanzas entre la mística oriental y la occidental, Autobiografía de un yogui supone una catarata de reflexiones profundas, un torrente de pensamientos relampagueantes, una avalancha de ideas tan interesantes como estimulantes a la hora de meditar sobre ellas. Lógicamente, sería irreal quedarse con la copla de todo pero yo me quedé principalmente con las siguientes ideas: La primera, lo único real es la luz, ya hablemos en sentido literal o figurado. La segunda, para bien o para mal lo que existe no es más real que una ficción cinematográfica puesto que todo el cosmos no es más que un sueño de Dios, un teatro de sombras soñado por la divinidad. La tercera, nuestra mente es un reflejo de esa mente que nos sueña; por eso, hay en nosotros un inmenso poder creativo y transformador. La cuarta, del mismo modo que la mano que tensa y libera la flecha precipita a ésta hacia delante más allá del arco, así actúa en nosotros todo lo que conforma nuestro pasado, hasta que la propia flecha se vuelve pasado y todo vuelve a empezar. La quinta, la creencia metabolizada como convicción es lo que puede transformar y cambiar nuestras vidas. La sexta, la saludable necesidad de asumir que en la vida el bien y el mal deben alternarse como el juego inherente entre luces y sombras. La séptima, encontrarse a uno mismo es estar un paso más cerca de encontrar el secreto que hay más allá de toda la tramoya que conforma nuestra vida. La octava, todos somos parte de algo que nos trasciende y que, al mismo tiempo está dentro de cada uno de nosotros. Y la novena, la verdadera sabiduría no es la que te informa, sino la que te transforma.

De todos modos, para mí, la enseñanza más interesante no la escuché en la función (al menos no literalmente) pero sí la he leído al Brujo en su promoción de esta obra, citando a los antiguos filósofos: "El mundo está en el alma. Es tu visión del mundo la que crea el mundo; luego no hay transformación del mundo si no empieza por tu propia transformación". Quiero pensar que es algo más que una frase bonita e interesante. Y me reconforta saber que este pensamiento tan estimulante y reconfortante proviene de gente que me hace saberme humildemente estúpido. Pero es que, aunque la hubiera dicho el tendero de la esquina, en la boca del Brujo tiene un pátina de trascendencia, de magisterio, de relampagueante hallazgo que uno no puede menos que dejar iluminarse. Y es que Rafael Álvarez, en obras como Autobiografía de un yogui, demuestra que es arte, teatro e ingenio indudables pero, sobre todo, es luz. Mucha luz.

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