domingo, 13 de mayo de 2018

Eurovisión es otra cosa

Sería bueno, incluso aconsejable, que si queda por ahí algún incauto, insensato o necio que piense que Eurovisión es un festival de música salga cuanto antes del error. Pensar, creer o afirmar eso es dar carta de naturaleza a lo que es un oxímoron de manual: "Eurovisión" y "música" concilian tan bien como Leticia Sabater desfilando para Victoria's Secret. Eurovisión es otra cosa (desde hace ya bastantes años). Es una mediática celebración de lo kitsch, lo naíf, lo trash, lo queer y lo friki sostenida por la entusiasta histeria de sus fans. Es decir, está más cerca del Pink Flamingos de John Waters que del Concierto de Año Nuevo de Viena. Es una exaltación desacomplejada de la anomalía como trangresión en una sociedad narcotizada y ramplona. Por eso es necesario, legítimo y defendible Eurovisión: por lo que tiene de parada de los monstruos, pero no por nada que tenga que ver con la música. Por eso anoche se alzó con la victoria un manatí vestido de geisha imitando a una gallina en representación de uno de los países más hipócritas, metemierdas e intolerantes de todo el orbe. Supongo que el mérito de esta moza para haber ganado el sarao será analizado en algún programa especial de Cuarto Milenio porque racionalmente cuesta bastante explicar el galardón, más allá de las ganas de demasiadas personas de querer exhibir un exceso de corrección política y postureo hipócrita premiando a alguien de las "características" de la israelí.

Dejando a un lado el triunfo de la versión hebrea de la Venus de Willendorf, Eurovisión confirmó anoche no sólo que son los Óscar de la extravagancia con la música como excusa y víctima, sino también un estupendo manantial de memes y una coartada perfecta para sacar a pasear todo el ingenio, la ironía y el sarcasmo del personal dentro y fuera de internet. Moldavia y su numerito tipo José Luis Moreno (sin ciclado rubicundo eso sí), Dinamarca y sus "porteros" de garito nórdico, Francia y su Cifuentes postcremas antiedad, República Checa y su Steve Urkel centroeuropeo, Países Bajos y su híbrido entre Cocodrilo Dundee y Tino Casal, Chipre y su Beyoncé mediterránea, Israel y su Pucca con problemas con la cortisona...hay donde elegir. Eurovisión, un año más, no defraudó a la hora de sacar a la luz cosas más indescriptibles que los horrores que imaginaba H.P.Lovecraft. En definitiva, revalidó su condición de uno de los mayores "placeres culpables" que se pueden ver por televisión en abierto. Y por eso merece la pena disfrutarse...siempre que no se tenga nada mejor que hacer.

¿Y España? Pues bueno. Dejando a un lado que la abrasiva, diaria e insufrible pelma de TVE convirtió "Tu canción" en "Tu tostón" (ya me habría gustado que el ente público hubiera promocionado así, por ejemplo, El Ministerio del Tiempo), pasó lo que tenía que pasar. Este monumento al enamoramiento y atentado contra los diabéticos surgido de Operación Triunfo no es una mala canción (es una balada pasteloide y eficaz, como tantas otras que han pasado por Eurovisión a lo largo de su historia) pero...la excesivamente sobria e insípida puesta en escena ayudó tanto a las posiblidades de éxito españolas como el aparentemente gangoso Alfred a la inequívocamente talentosa Amaia. Estos dos mileniales forman una buena pareja sentimental pero como pareja musical no funcionan, por la sencilla razón de que la navarra tiene calidad mientras que el catalán tiene tanto arte como el estilista que lo vistió anoche, que me imagino que estará cumpliendo condena en algún centro penitenciario. Dicho de otra manera: Amaia tiene en Alfred simultáneamente su novio y lastre. Y anoche quedó bien claro tanto lo uno como lo otro. En resumen: ni por sobriedad ni por melodía ni por actuación España tuvo nada que hacer en el lisérgico reino eurovisivo. Cuartos por la cola y al carrer.

Así las cosas, Eurovisión una vez más cumplió con lo que se espera de este macroshow paramusical: ofreció mier*a de la buena. La música hay que buscarla en otro lugar.

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