El terrorismo no es oscuridad. Es luz o,
mejor dicho, traslación de luz. El terrorismo nos da miedo porque nos cambia el
foco, desplazándolo para iluminar algo que de normal permanece en la oscuridad
y que erróneamente ignoramos en lo sensible y despreciamos en lo cognoscible al
considerarlo inexistente. Un “algo” que se constituye como un leviatán latente pero capaz de emerger en
cualquier momento y lugar, de confirmar su existencia a los ojos de la
consciencia como un arco voltaico que
instantáneamente sacude nuestros patrones de pensamiento y comportamiento
al tiempo que conecta personas, ideas, ideologías, territorios, sentimientos y
vacíos. Un “algo” cuya revelación nos deslumbra y conmociona como una descarga eléctrica propagándose por una
red de tiempo y espacio en la que la instantaneidad y simultaneidad
exteriores se conjugan con una resonancia sensible, íntima y no explicable que
cada persona contribuye a propagar como si fuera un repetidor de sentimientos
tan universales como primigenios que al expandirse como círculos excéntricos
acaban por convertir las distintas comunidades sociales en un único ser social, sintiente y desconcertado. Un “algo” cuyo
poder conmocionador no depende
tanto de la concreción de la amenaza o el acto
terrorista como de la imposibilidad de ubicarlo en ninguna ideología, credo,
ética o moral y que, por tanto, no
podemos abordar ni solucionar desde ninguna ideología, credo, ética o moral.
Un “algo” que no podemos aprehender ni manejar ni física ni emocional ni
intelectualmente pero con una utilidad manifiesta en tanto que sirve para
definir y ubicar por contraste. Así, el terrorismo constituye una raya que simplifica las formas de estar y sentir(se)
y que nos ayuda a posicionarnos, a saber qué o quién somos gracias a revelarnos
qué o quién no somos. ¿Y qué es eso que no somos? Seres humanos en estado puro,
despojados de cualquier ideología, ética, moral, interés o convención social.
Por eso da miedo el terrorismo, porque ilumina
la oscuridad sobre la que hemos construido nuestra identidad como individuos y
como sociedades; porque nos obliga a confrontar aquello que, siendo y
estando, no siempre vemos o estamos dispuestos a ver, recordar o reconocer.
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