Fin de año. El momento de la temporada en la que buena parte del personal nos comportamos como si estuviéramos próximos a la muerte y nos sintiéramos en la obligación de hacernos una auditoría a nosotros mismos, como si nos colocáramos ante el espejo recién levantados sin más aderezo, excusa ni maquillaje que el del paso de la vida, como si nos abriéramos en canal listos para hacernos una autopsia y dictaminar la causa de la muerte de todos esos yoes que vamos dejando tras nosotros como un reguero para volver a ese lugar engañoso llamado pasado, como si nos convirtiéramos en la oficina de atención al cliente de nuestras propias expectativas e ilusiones pasadas, como si vaciáramos nuestra mochila con el ánimo de hacer inventario, como si nos transformáramos en editores de nuestra propia biografía antes de dar luz verde a su publicación, como si no viéramos más salida que descomponer lo vivido en una tabla contable donde lo que no suma resta, como si nos diéramos un paseo por el campo de batalla listos para evaluar cuánta sangre necesitó el triunfo y cuánta la derrota cuando ya se ha asentado el polvo, la pólvora, el ruido y la furia.
Fin de año. El momento de la temporada en el que sobre cada uno de nosotros se proyecta desafiante la sombra no sólo de los últimos 365 días sino de los otros que los precedieron; en el que el pasado se convierte en una llamada a medianoche; en el que el recuerdo viene a pedirnos explicaciones como una pareja celosa; en el que los propósitos que lanzamos al aire un año atrás caen por fin como un aguacero de realidad; en el que nos interrogamos sin luz ni taquígrafos a la espera de descubrir si somos culpables, inocentes o víctimas; en el que en la sala del cotillón suena la última canción y uno debe decidir si apurar el trago, lanzarse a beso abierto, disfrutar del paisaje o volverse a puerto; en el que el mundo parecer perder todo el arcoiris de grises y sólo entienda del blanco y el negro; en el que la memoria es la impertinente vecina que viene a quejarse por goteras; en el que el futuro llama a la puerta para entregarnos el paquete de la incertidumbre; en el que un nuevo año nos espera en la cama sin sueño y con ganas mientras nososotros estamos sin ropa y con dudas; en el que baja la marea y todo ante los ojos se divide en pecios y barcos que flotan; en el que nos presentamos forzosos a un examen que no va de saberse las respuestas sino de conocer las preguntas.
Fin de año. El momento de la temporada que la gente acostumbra a celebrar como la muerte de esa suegra con vocación de amargavidas; como el paso de largo de ese meteorito que quería convertirnos en dinosaurios; como el tanto de la victoria en el último minuto de la prórroga; como el primer beso de alguien con quien sólo habías tenido sueños; como la sonrisa de un ser querido; como la buena noticia que llega tras superar las trincheras del escepticismo; como la alegría bailando en lágrimas por mejillas; como el premio a ese cupón que compraste sin convicción y guardaste sin mucha fe; como el encontronazo con lo que dabas por perdido; como un "La guerra ha terminado"; como la primera vez en que descubres el porno de la felicidad; como el "bye, bye" a la Estrella de la Muerte; como la última canción de Sabina con un whisky on the rocks; como Ulises al volver a abrazar a Ítaca; como el "Sí" cuando todo pintaba a "No"; como el gol de Godín en el Camp Nou; como la luz al final de la desesperanza; como el olvido de lo que nunca debió ser recordado.
Fin de año. El momento de la temporada en el que nos ajustamos cuentas con nosotros mismos, listos para librar una reyerta íntima y personal en la que no quepan prisioneros, preparados para resintonizarnos como si fuéramos televisores desfasados, dispuestos a someternos a la cirugía de la conciencia, animados para comprobar si debemos preocuparnos más por nuestro nivel de colesterol o el de autosugestión, decididos a desnudarnos ante la mirada de quien somos y quien fuimos, convencidos para convertir la zona cero en el nido del Ave Fénix. El momento de la temporada en el que las intenciones y propósitos pretéritos chocan con los venideros. El momento de la temporada en el que conjugamos el yin y el yang para que rime con "Big Bang". El momento de la temporada en el que tenemos la oportunidad perfecta para separarnos de esa corriente ingenua que lleva a cargar nuestra consciencia de palabras, metas y promesas y, en su lugar, llenarla de toda la experiencia y el conocimiento adquiridos. El momento de la temporada idóneo para recordar que no hay más futuro que el siguiente paso, que la felicidad no es cuestión de cantidad sino de calidad, que la grandeza no es un asunto de tamaño, que la alegría tiene más que ver con el saber que con el tener, que la vida no consiste en sobrevivir sino en saber vivir sobre la propia vida, que todo pasa, que todo llega, que la esperanza siempre fue el último de los males, que la paciencia siempre será la mejor de nuestras armas, que no somos lo que queremos sino lo que demostramos, que para poder ser hay que saber estar y que para estar lo importante es conservar las ganas de seguir aprendiendo, de seguir sintiendo, de seguir equivocándose, de seguir levantándose, de seguir sorprendiéndose, de seguir mejorando, de seguir caminando, de no apartar la mirada de la vida.
Feliz cambio de año a todos.
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