Tenía el pelo cobrizo, la piel lechosa y el corazón podrido. Se llamaba Dana Rouge y no había puta que la superara a ese lado del Misisipi. Por su cama lo mismo pasaban hombres de negocios que magos vudú, casados cincuentones que estudiantes con acné, sacerdotes descarriados que diablos con las ideas claras, cuerpos atléticos que engendros vomitivos, blancos que negros, chicanos que chinos, dotados que micropenes. Si tenías el dinero suficiente, su vagina era universal. Se llamaba Dana Rouge y a sus más de cincuenta años ya era una puta leyenda. Aliviar los genitales y la cuenta corriente de los hombres era su profesión pero lo suyo, además, era auténtica vocación: disfrutaba jodiendo. No había postura ni gemido ni mirada ni exclamación ni perversión ni enfermedad venérea que no conociera. No había ninguna petición a la que se negara si alguien estaba dispuesto a pagar el precio. Su precio. Se llamaba Dana Rouge y a su edad ya había ganado y gastado más dinero que muchas familias en toda su vida.
La noche en que se retiró de la profesión, Dana Rouge estaba sentada en su tocador, junto a la cama de cuatro metros cuadrados y sábanas de importación, esperando la llegada del último cliente de la jornada. Una elegante bata de seda color burdeos cubría su enjuto cuerpo al tiempo que empababa el sudor y el olor de un hombre cuyo nombre ya había olvidado. Como siempre, entre servicio y servicio, se acicalaba su largo cabello, se pintaba los labios, se perfilaba los ojos y mascaba compulsivamente un chicle de menta para eliminar de su aliento el olor a nicotina y semen. Penetrando la ventana, el viento nocturno llenó la habitación del húmedo calor del pantano y una lejana canción de jazz. Fuera, en el porche, junto al embarcadero, una orgía de mosquitos acosaba un farol destartalado. Llamaron a la puerta. Dana se echó dos gotas de perfume detrás de los oídos. Volvieron a llamar a la puerta. Dana se incorporó y recorrió el espeso silencio de su casa hasta el recibidor. Justo cuando estaban a punto de llamar por tercera vez, abrió la puerta, dejando que una sonrisa, dos pezones y un kilo de silicona dieran la bienvenida al último cliente. Era un hombre de pelo cano, piel curtida, traje sobrio negro y gafas de sol. Ninguno de los dos dijo nada. El cliente entró antes de que Dana pudiera invitarlo a pasar. En el aire, flotando como un ahorcado, dejó un olor a incienso y carne podrida. Dana disimuló el asco y le sonrió. ¿Quieres una copa? ¿Vino? ¿Gin? El cliente no contestó y se encaminó al dormitorio sin esperar a Dana. De acuerdo, Romeo. Para cuando Dana llegó a su cuarto, el cliente se había sentado a los pies de la cama, con una pose tensa, hierática. Relájate, cariño, y dile a Dana qué va a ser: fránces, griego, completo, lluvia, bondage...Pide y Dana te lo dará si tú puedes dar a Dana. El cliente la miró fijamente pero sus labios macilentos no se despegaron. ¿Te gusta sólo mirar? ¿Quieres que Dana haga un striptease para ti? La única respuesta que se escuchó en la habitación fue la de los animales del pantano follándose al silencio. Muy bien, cariño, puedo quedarme aquí toda la noche sin mover un músculo mientras pagues por ello pero creo que es hora de que abras la boca o la cartera. El cliente miró hacia la ventana. Dana sonrió y se acercó a él. Lo entiendo, cielo. Tranquilo. Déjate hacer por Dana. El cliente alzó su mano derecha y la detuvo. Oye, mira, encanto, soy puta pero no idiota. Dana Rouge no está para perder el tiempo. O pagas y jodemos o ya te estás largando. El cliente se incorporó y el olor a putrefacción se hizo insoportable. Dana retrocedió dos pasos y sofocó una arcada mientras el cliente se aproximó hacia ella con tranquilidad. El farol del porche comenzó a parpadear y un silencio atronador quebró toda la normalidad de la noche. Con un suave y delicado gesto, el cliente retiró la mano de Dana de su boca y acarició su mentón. La respiración de Dana se despeñó. Los labios del cliente se abrieron y dejaron escapar una voz como el eco enfurecido de decenas de niños llorando. Dana Rouge, hoy vas a aprender una cosa: la muerte nunca viene a que la jodan sino a joder.
Se llamaba Dana Rouge y nadie supo qué fue de ella.
sábado, 1 de noviembre de 2014
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