Nadie está libre de vivir malas experiencias; situaciones siempre desagradables y con frecuencia injustas; sucesos o momentos que se recuerdan con una amargura nítida sin importar la distancia entre ellos y el momento presente. Tampoco nadie está libre de encontrarse en la vida con personas que erizan el significado de la palabra "gentuza"; hombres y mujeres que son "los abajo firmantes" de muchos de tus peores sentimientos o recuerdos; gente a la que habría sido mejor no haber conocido nunca. Nadie, como digo, está libre de pasar por algo así. La vida es una partida que se juega sin cartas marcadas y, por tanto, todos estamos y estaremos siempre expuestos a la ruindad, la desgracia y/o el desengaño. No importa cuánto hayamos vivido o aprendido: siempre habrá alguien capaz de recordarnos que el mundo y quienes lo habitan no es exactamente una película de Disney.
Todo esto hace que el rencor sea un sentimiento tan frecuente o más que la alegría o la pena. Un sentimiento indeseado que, por cierto, nace paradójicamente con bastante facilidad bajo la mordaza de la buena educación o el saber estar, pues todos ellos hacen que no pocas veces se cierren en falso agravios y equívocos que necesitan una solución más "definida". Un mal sentimiento que secuestra nuestros pensamientos para hacerlos girar en torno a un fuego de fantasías siniestras, recuerdos mortificantes y anhelos revanchistas. Un agujero negro que amenaza con tragarse cualquier luz que haya dentro de nosotros. Un veneno del que podemos y debemos prescindir porque, desde
el rencor o por el rencor, pensamos o incluso hacemos cosas que no
deberíamos, simplemente porque a cambio obtenemos una absurda y fugaz sensación de confort íntimo, de dulce venganza, de reparación cósmica que sólo nosotros entendemos, cuando, realmente, lo único que hacemos con todo ese dolor podrido y esa rabia emparedada que tenemos dentro no es hacerlos desaparecer sino dejar que se claven como metralla hasta el punto de desequilibrar nuestra escala de prioridades, alterar nuestras atenciones y anquilosar toda nuestra maquinaria de afectos. Así, el rencor se revela como una enfermedad (a menudo de origen exógeno) que, desde el pensamiento, ataca a todo nuestro de sistema afectivo de tal manera que, si no se trata correctamente en modo y tiempo, corremos el riesgo de que nos convierta en infelices crónicos...o en el mismo tipo de gentuza que nos provocó a nosotros tal rencor.
¿Cómo librarse o afrontar esto? Yo creo que la mejor solución es la más dura de todas: pasar página. Uno no puede recuperar la estabilidad ni la salud mental y afectiva si no consigue que la causa o el causante del rencor deje de formar parte íntima o cotidiana de sus pensamientos. Con ello no quiero decir que haya que perdonar en el sentido cristiano y poner la otra mejilla. Eso es una ética magistral...pero ineficaz en un mundo con excedente de hijos de puta y en el que el paso del tiempo no es con frecuencia ninguna panacea. No. El rencor no necesita el perdón del corazón sino el perdón de la memoria. Ese que borra cualquier recuerdo del suceso o la persona desagradable o que, al menos, lo entierra tan hondo que acabas por ignorar su existencia. Los malos recuerdos y quienes los protagonizan deben quedar en nuestra cuneta. Es decir, el rencor no se cura con paz sino con olvido, desdén, indiferencia, desprecio, desvinculación. En ese sentido, conviene recordar que vivir, entre otras muchas cosas, significa aprender a dejar atrás lo bueno y lo malo pero muy especialmente esto último. De no hacerlo, es bastante probable que nos instalemos emocional e íntimamente en un constante bucle en el que revivamos una y otra vez un mal recuerdo que debería estar muerto hace ya tiempo. Vivir en el presente mirando hacia el pasado es la mejor forma de no ver ningún futuro, máxime si ese pasado poco o nada bueno tiene que aportarnos, así que, mejor ser prácticos y querernos un poco más a nosotros mismos haciendo con las malas personas y los malos recuerdos lo mismo que se hace con las malas hierbas: arrancarlas.
Y digo todo esto desde la experiencia de quien ha perdido demasiado tiempo rumiando el rencor por sucesos y/o personas que no se merecen ni un solo segundo de mis pensamientos. Por tanto, mejor dedicar nuestros esfuerzos a crear, a construir, a querer, a avanzar. Así al menos nos podremos diferenciar de quienes se dedican a destruir, a odiar, a entorpecer. Y, sólo por eso, ya merece mucho la pena intentarlo.
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