Hasta la fecha, la instrucción del caso Nóos está dejando bien claras tres cosas: Primera, el ex balonmanista es un golfo al que le sobra la condición de "presunto". Segunda, las únicas personas decentes en todo este embrollo son el juez Castro y la acusación popular. Y tercera, la Infanta está enamorada. Enamorada, sí. Que además de enamorada sea una imprudente con facultades mentales mermadas (por amor) o bien una auténtica desvergonzada es algo que tendrá que decidir el juez, porque sólo caben esas opciones: o bien estaba y está tan enamorada del ex trabajador de Telefónica que habría firmado su sentencia de muerte si se la hubiera dado a firmar el Duque Em-Palma-do o bien tiene una jeta con la que se debería fabricar el fuselaje de naves espaciales.
Por lo demás, yo no sé a qué viene la sorpresa e indignación con las que se está reaccionando respecto a este asunto y la actuación de unos y otros. De verdad, no hay nada nuevo bajo el sol:
- La Infanta ha actuado como corresponde a quien se sabe miembro de una institución que, pese a ser un auténtico ornamento (ahí está la Constitución española para recordarlo), está protegida por la inviolabilidad y la irresponsabilidad constitucionalmente fijadas para el monarca y que en la práctica, gracias a la pervivencia de una mentalidad servil y cortesana, han derivado en una tácita impunidad para la Casa Real al completo. El problema de actuar con esa "naturalidad" (llámese seguridad, arrogancia, suficiencia, despreocupación...) es que está poniendo las cosas aún más difíciles a los únicos que pueden devolver el prestigio y reconocimiento social a la Monarquía: los Príncipes de Asturias.
- La actuación del Estado, empezando por el Gobierno, pasando por Hacienda y acabando por la Fiscalía, ha sido y está siendo pura y llanamente cortesana. Una delirante competición por hacer méritos ante el Rey a base de pasarse por el arco genital cualquier disimulo a la hora de intentar desvincular a la Infanta y aledaños de todo lo que hacía "Iñaki", les ampare o no la realidad en tal empeño. Una demencial actuación que ha llevado a Hacienda a dar por buenas facturas que no lo eran (si eso lo hace un autónomo cualquiera, aún le estarían curando el desgarro anal) o a la Fiscalía a actuar como defensa y no como acusación, por citar sólo los ejemplos más famosos. Una zarzuela de despropósitos que lo único que ha puesto de relieve es el lameculismo borreguil, el gregarismo institucional y la inmadurez democrática que sufre España desde hace siglos.
- La prensa está actuando según lo esperado: unos medios defendiendo lo indefendible (con La Razón a la cabeza a la hora de hacer el más indignante ridículo) y otros haciendo lo más parecido al periodismo serio que podemos tener en este país (con El Mundo como espolón de proa). Un espectáculo bochornoso del que sólo se puede sacar en claro una cosa: hay ¿periódicos? que habría que imprimir directamente en papel higiénico para que por lo menos tuvieran una utilidad social.
Lo único que sí ha sorprendido(y para bien) ha sido la honradez, imparcialidad y valentía profesional del juez Castro, que ha aguantado y está aguantando ataques, jugarretas y presiones de todas partes con tal de demostrar que, en España, la injusticia no es igual para todos. Y es que Castro constituye, junto al juez Ruz y la jueza Alaya, el último tren para la Justicia en este país en el que la inocencia está menos favorecida jurídicamente que la culpabilidad (cuando no directamente perjudicada) y en el que cuanto más poder tienes, menos tienes que temer de los jueces, aunque seas un perfecto hijo de puta.
Así las cosas, habrá que seguir muy atentamente el desenlace de este follón judicial puesto que en este caso lo que está en juego esencialmente es el minúsculo crédito que le queda tanto a la Monarquía como al Estado y la Justicia. Un crédito ridículo y menguante que, por desgracia, no parece importar a ninguno de los implicados (y responsables). Quizás porque ellos forman parte del problema y no de la solución.
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