Anoche fui a ver al Teatro Español la obra "Glengarry Glen Ross" de David Mamet, dispuesto a deleitarme con un ácido retrato del mundo laboral moderno en general y de la competitividad sin escrúpulos en particular. El tema y el elenco actoral casi parecían asegurar la satisfacción una vez saliera del edificio, pero..la velada fue distinta a lo esperado, por desgracia para mis expectativas.
En teatro, hay dos normas no escritas que se consideran de buen gusto y respeto para el espectador: no darle la espalda ni posicionarse en escena de forma que solapes o tapes al compañero (especialmente si estás hablando), en aras a que todo el público vea las expresiones corporales y faciales de los actores, algo esencial en un arte concebido esencialmente para ser observado. Pues bien, la versión realizada por Daniel Veronese es un constante ejemplo de lo contrario: Los actores se mueven en escena como si el público no existiera, es decir, como si realmente existiera una cuarta pared, lo cual incrementa la sensación de "voyeurismo" en el espectador pero socava el "ABC" de la interpretación teatral. El público ve tantas nucas, espaldas y nalgas parlantes como caras y torsos y , paralelamente, en más de una escena los intérpretes se mueven como si hubiera una competición malsana por eclipsar corportalmente el rostro propio y el del compadre. Y eso, si lo hacen actores con tantas tablas como los allí presentes, induce a pensar que es algo deliberadamente pergeñado por el director, Veronese. Yo, particularmente, habría optado por dos enfoques: un drama tan descarnado e inmisericorde que le acercara a la despiadada tragedia o bien una sátira hilarante donde el actor tenga más libertad creativa y el público más complicidad con lo escenificado. Ambos tendrían efectos acordes a la intención de la trama (criticar el despiadado mundo laboral) y, sin duda, serían mejor que convertir la función en una pretenciosa e insulsa "drag queen" de géneros teatrales.
Otra cosa chirriante es que la función no termina de encontrar el tono genérico en ningún momento: hay momentos en que parece un drama, otros sátira y algunos comedia y así lo único que se consigue es situar al público en una tierra de nadie donde no sabe qué dirección tomar. Si eso se ha hecho en pos de una verosimilitud próxima a la realidad cotidiana (incesante mezcla de géneros), se yerra, ya que, en teatro, la verosimilitud no viene por el tono o el género elegido sino por la naturalidad y credibilidad en las interpretaciones. Esto es competencia ora de quien versiona la obra, ora de quien la dirige y en ambos casos tenemos a Veronese al frente, lo cual empieza a oler a chamusquina.
Visto el percal, al espectador con un mínimo criterio sólo le queda agarrarse a las actuaciones del elenco, que en lugar de ofrecer una homogeneidad cualitativa, nos ofrece todo un abanico de posibilidades de cómo se puede actuar: Gonzalo de Castro (Roma) borda su cínico e incisivo personaje, constituyendo la mejor interpretación de la velada; Carlos Hipólito (Levene) ofrece una vez más una actuación intermitente en cuanto a credibilidad pero le salvan las tablas que rezuma; Alberto Jiménez (Moss), Andrés Herrera (Aaronow) y Jorge Bosch (Lingk) componen con naturalidad unos personajes que serían mucho más agradecidos si se les hubiera dotado de más matices para que no parecieran meros arquetipos; Ginés García Millán (Williamson) está tan acertado en la pose como desacertado en la acción y eso, siendo uno de los pilares de la obra, supone una vía de agua por la que naufraga su credibilidad; y en cuanto a Alberto Iglesias (Baylen) compone un personaje tan primario, tan básico, tan simple que ya es un mérito que sobreviva a un papel tan poco reconfortante. Que esto ocurra en un reparto donde hay tanto potencial y/o experiencia teatral, puede deberse a dos cosas: un mal día lo tiene cualquiera...o están mal dirigidos...
En definitiva, me gustaría ver esta misma obra dirigida por otro director o versionada por otra persona, porque tengo la sensación de que Daniel Veronese ha fusilado un texto y un reparto contra la cuarta pared. De momento, como crítica del mundo laboral, me sigo quedando con "El método Grönholm" de Jordi Galcerán.
De cualquier forma, al espectador no le cuesta absolutamente nada identificar con nombres y apellidos los roles y vicios laborales escenificados en "Glengarry Glen Ross", pues, por desgracia, son el pan nuestro de cada día en la mayoría de los trabajos: Jerarcas incompetentes, chulos acomplejados, palmeros pusilánimes, pelotas babosos, traidores de sonrisa eterna, arribistas hipócritas, gente dispuesta a defender lo indefendible...En ese sentido, esta obra de teatro es un malsano pero divertido juego en la que el público puede entretenerse buscando trasuntos reales y próximos a los personajes ficticios, porque, aunque han pasado décadas desde su estreno, el mundo laboral en general y las oficinas en particular, siguen siendo un estercolero moral y humano.
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