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En teatro, hay dos normas no escritas que se consideran de buen gusto y respeto para el espectador: no darle la espalda ni posicionarse en escena de forma que solapes o tapes al compañero (especialmente si estás hablando), en aras a que todo el público vea las expresiones corporales y faciales de los actores, algo esencial en un arte concebido esencialmente para ser observado. Pues bien, la versión realizada por Daniel Veronese es un constante ejemplo de lo contrario: Los actores se mueven en escena como si el público no existiera, es decir, como si realmente existiera una cuarta pared, lo cual incrementa la sensación de "voyeurismo" en el espectador pero socava el "ABC" de la interpretación teatral. El público ve tantas nucas, espaldas y nalgas parlantes como caras y torsos y , paralelamente, en más de una escena los intérpretes se mueven como si hubiera una competición malsana por eclipsar corportalmente el rostro propio y el del compadre. Y eso, si lo hacen actores con tantas tablas como los allí presentes, induce a pensar que es algo deliberadamente pergeñado por el director, Veronese. Yo, particularmente, habría optado por dos enfoques: un drama tan descarnado e inmisericorde que le acercara a la despiadada tragedia o bien una sátira hilarante donde el actor tenga más libertad creativa y el público más complicidad con lo escenificado. Ambos tendrían efectos acordes a la intención de la trama (criticar el despiadado mundo laboral) y, sin duda, serían mejor que convertir la función en una pretenciosa e insulsa "drag queen" de géneros teatrales.
Otra cosa chirriante es que la función no termina de encontrar el tono genérico en ningún momento: hay momentos en que parece un drama, otros sátira y algunos comedia y así lo único que se consigue es situar al público en una tierra de nadie donde no sabe qué dirección tomar. Si eso se ha hecho en pos de una verosimilitud próxima a la realidad cotidiana (incesante mezcla de géneros), se yerra, ya que, en teatro, la verosimilitud no viene por el tono o el género elegido sino por la naturalidad y credibilidad en las interpretaciones. Esto es competencia ora de quien versiona la obra, ora de quien la dirige y en ambos casos tenemos a Veronese al frente, lo cual empieza a oler a chamusquina.
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En definitiva, me gustaría ver esta misma obra dirigida por otro director o versionada por otra persona, porque tengo la sensación de que Daniel Veronese ha fusilado un texto y un reparto contra la cuarta pared. De momento, como crítica del mundo laboral, me sigo quedando con "El método Grönholm" de Jordi Galcerán.
De cualquier forma, al espectador no le cuesta absolutamente nada identificar con nombres y apellidos los roles y vicios laborales escenificados en "Glengarry Glen Ross", pues, por desgracia, son el pan nuestro de cada día en la mayoría de los trabajos: Jerarcas incompetentes, chulos acomplejados, palmeros pusilánimes, pelotas babosos, traidores de sonrisa eterna, arribistas hipócritas, gente dispuesta a defender lo indefendible...En ese sentido, esta obra de teatro es un malsano pero divertido juego en la que el público puede entretenerse buscando trasuntos reales y próximos a los personajes ficticios, porque, aunque han pasado décadas desde su estreno, el mundo laboral en general y las oficinas en particular, siguen siendo un estercolero moral y humano.
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