Y al tercer día resucitó de entre los que le dieron por muerto. En menos de una semana, los seguidores, detractores e indiferentes de Joaquín Sabina han tenido oportunidad de asistir a la muerte y resurrección de este artista. Si el ataque de pánico del pasado sábado preparó esquelas, el concierto del martes las convirtió en papel para el olvido. Y todo ello gracias a un talento que combina la genialidad y la provocación y una honradez de las que no dejan prisioneros.
Mentiría si dijera que no me apenó lo del sábado. Igual que mentiría si dijera que no me alegré por lo de anteayer. ¿Por qué? Porque siempre me ha interesado más la gente que cae y se levanta que la que nunca cae. Porque siempre he sentido simpatía por los que cuando vienen mal dadas le echan ese par que son la voluntad y el carácter. Porque Joaquín Sabina es diablo de mi devoción desde que, hace ya unos cuantos años, escuché una canción suya.
¿Por qué me gusta Sabina? Esta pregunta requiere una respuesta que no se puede leer sino oír porque sólo pueden contestarla correctamente sus canciones pero, igualmente, diré que admiro y aprecio a Joaquín Sabina porque me
encanta ese equilibrio entre el canalla y el genio, entre el diablo puñetero y el
cronista
íntimo, entre el incomodante y el cómplice, entre el dandy que se emborracha de vida y el poeta que la canta a versos. Para mí, Sabina es el último maldito de los escenarios, el
compañero de soledades, el iluminador de noches oscuras, el artesano de lo agridulce, el burlador de hipocresías, el que paga
las rondas de la imaginación, el abajo firmante de las crónicas de los
derrotados, el bardo de los noctámbulos, el voyeur de los neones del alma, el narrador de las medias sonrisas, el que saca lo universal de lo mundano, el renegado del que no se puede renegar, el apóstol al que el Cielo le tiene sin cuidado, el compositor del himno emocional del Atleti, el que canta sin pena y con gloria.
Así que, por todo ello, me alegro de que el último traje que se haya puesto Joaquín Sabina haya sido el de Ave Fénix. Olé, maestro.
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