Mediocre. Falso. Irresponsable. Impresentable. Enajenado. Altanero. Ingenuo. Cobarde. Inepto. Miserable...muchos de estos calificativos podrían orbitar alrededor de Mariano Rajoy con todo merecimiento por despropósitos como el discurso-balance anual pronunciado el pasado viernes. Un discurso que, en forma y fondo, resulta tan indignante como extraño, tan optimista como infundado, tan sesgado como injusto, tan grandilocuente como vomitivo. Un discurso que, más que por un Presidente realista, sensato, honesto, valiente, comprometido y sensible, parece pensado, escrito y pronunciado por un Ricardo III con denominación de origen gallega. Un discurso, en definitiva, que insulta a la inteligencia al mismo tiempo que abofetea la dignidad de la ciudadanía por su manifiesta y premeditada desconexión con la realidad. Y he aquí la clave la cuestión: Mariano Rajoy Brey no pertenece a esta realidad. Es de otro sitio. De la dimensión mariana. Una región lisérgica y absurda donde todos sus oriundos tienen en su cerebro la canción "Todo es fabuloso" como hilo musical. Y cuanto antes admitamos todo esto, mejor. Así nos ahorraremos unos cuantos calificativos y no nos rasgaremos las vestiduras.
Porque, si Rajoy fuera de este mundo, en su discurso, en lugar de descorchar el champán y sacar pecho, habría pedido perdón. Porque, si Rajoy fuera de este mundo, en su discurso, en lugar de
descorchar el champán y sacar pecho, habría pedido perdón y reconocido que si España está consiguiendo vadear como malamente puede la crisis es gracias al esfuerzo, la grandeza y la responsabilidad de sus ciudadanos y no gracias a un Presidente cobarde, traicionero e incapaz de acometer las reformas y los recortes que verdaderamente necesitaba el país; medidas que pasaban por hacer que la política dejara de ser un negocio lucrativo para ser un servicio por y para los ciudadanos; por transformar y adelgazar el régimen autonómico, provincial y municipal; por replantear el modelo económico y productivo; por redefinir y proteger el Estado de bienestar; y por solucionar los problemas en lugar de transformarlos. Porque, si Rajoy fuera de este mundo, en su discurso, en lugar de descorchar el champán y sacar pecho, habría reconocido y pedido perdón por haber exterminado económica y fiscalmente a la clase media, por haber devaluado hasta la denigración el mercado de trabajo y las condiciones laborales y salariales, por haber convertido forzosamente a jóvenes excelentemente preparados en zombis, esclavos o emigrados, por haber penalizado salvajemente el acceso a la cultura y el ocio, por haber perpetuado la educación y la sanidad como motivos de bronca, por haber preservado la prosperidad de unos pocos en detrimento de la de la mayoría, por perjudicar mezquinamente la libertad de expresión e información recogidas en el artículo 20 de la Constitución Española, por intentar mangonear en el poder judicial, por aumentar estratosféricamente la deuda pública, por esforzarse en involucionar tecnológica y digitalmente a la sociedad, por actuar con tibieza contra la corrupción y con furia y soberbia contra quienes le critican o llevan la contraria, por parapetarse detrás de un plasma o una hobbit cuando vienen mal dadas, por hacer de la chapuza y el disparate su hoja de ruta, por apuntalar la Gobiernocracia en perjuicio de la democracia, por haber convertido el remedio en algo aún peor que la enfermedad, por cortar amarras con quienes, votándole o no, creían, esperaban o merecían una España mejor. Porque, si Rajoy fuera de este mundo, no habría dicho siquiera ningún discurso. Porque, si Rajoy fuera de este mundo, hace tiempo que por decencia y vergüenza habría dimitido.
Pero no, resulta que no, Mariano Rajoy no es de este mundo. Es de la dimensión mariana. Una dimensión habitada por criaturas que, ya de nacimiento, carecen de responsabilidad y de dignidad y de honradez y de inteligencia y de valentía. Y, como decía anteriormente, cuanto antes admitados todo esto, mejor. Porque, si no, corremos el riesgo de tomarnos en serio a este tipo y considerar al Presidente del Gobierno y su paso por La Moncloa como un esperpento propio de su paisano Valle-Inclán, una astracanada política, una inocentada pésima, una broma sin gracia y con mal gusto, un chiste que merece y debe ser olvidado.
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