Todo va mal. El
mundo se acaba. No hay futuro. Próxima estación: Apocalipsis. Desde hace años
vivimos en un estado permanente de “se acabó lo que se daba” que los medios de
comunicación se encargan de recordarnos un día sí y otro también. Un panorama
emocional que convierte la cama en el mejor lugar en el que podemos estar, no
vaya a ser que al poner un pie en el suelo nos lo devore la prima de riesgo o
que al caminar por la calle nos unamos a la cola del paro, como una conga diabólica
y eterna.
Yo no sé si los
mayas predijeron este ambientazo de funeral o si la culpa de todo esto es de
los políticos, los mercados, los bancos o de los illuminati. Lo que sí sé es que los jóvenes en general y los
españoles en particular lo último que necesitamos es que nos hagan sentir como
si nuestro futuro estuviera escrito en un acta de defunción. Es cierto que la
situación no es para tirar cohetes, que las perspectivas no son para descorchar
champán (o cava), que quizás estamos en medio de una tormenta perfecta donde
las malas noticias caen como chuzos de punta. Pero no menos cierto es lo que
decían en una película de culto: “Nunca llueve eternamente”.
Hasta hace poco, me
costaba mucho creer que sólo les iba bien a quienes se iban fuera de España a
buscarse la vida, entendiendo por “fuera” la residencia de cualquier tipo al
que se le pague un dineral por venir aquí a darnos una charla con traducción
simultánea para que nos descubra el Santo Grial. Desde hace unas semanas, directamente,
no me lo creo. Me niego a creer que el camino de baldosas amarillas te lleva
necesariamente a Berlín, París, Londres o Nueva York. Y me niego no por un
optimismo tonto y sin fundamento, sino porque tengo argumentos para pensar
diferente. Argumentos que se llaman Pablo, Roberto, Borja, Andrés, Diego, Josef,
Rodrigo...Razones para creer que Oz puede estar a la vuelta de la esquina. Que el
éxito puede ser tu vecino.
Y si alguien no me cree,
más vale que no se pierda el ciclo
Friends of talent, porque, a lo mejor...empieza a pensar como yo.
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