Ayer fue el 65 aniversario de una de las mayores barbaridades de la Historia de la Humanidad, el cumpleaños de una de las peores proezas cometidas por el ser humano: el lanzamiento y detonación de la bomba atómica, cuyo estreno, para desgracia suya y vergüenza del resto del orbe tuvo lugar en Hiroshima (Japón).
El atronador eco de la mayor derrota del hombre, la huella atroz de las miserias de la sinrazón, el recordatorio eterno de la maldad, el altar atómico consagrado a la muerte, el mensaje sin paliativos de que nuestra completa destrucción está al alcance de la mano. Eso y más fue, es y será Hiroshima: 140.000 muertos y decenas de miles de afectados; el final de la peor guerra desatada en la faz de la Tierra y un ejemplo permanente de cómo hay contiendas bélicas que aun finalizadas no se olvidan y otras que están ocurriendo hoy en día no ven la luz del interés informativo a no ser que alguien no tenga con qué rellenar minutos en una escaleta o blancos en una página.
Pero, pese a todos los pavorosos ejemplos de qué significó Hiroshima, quiero detenerme en uno de los más inesperados: el de quien revivió esa atrocidad todos y cada uno de los días de su vida, una persona a la que las condecoraciones y felicitaciones no consiguieron acallar su conciencia, un hombre que se convirtió en apestado por no renunciar a ser eso: un ser humano. Claude Eatherly. Integrante del escuadrón implicado en el bombardeo de Hiroshima y del que se acaba de publicar en español un interesantísimo libro. Él, que sólo participó en labores de reconocimiento (eligió como "diana" un puente alejado de la ciudad para minimizar la pérdida de vidas...algo que un error de cálculo cambió trágicamente), que no dio la orden final, que no apretó ningún botón, que no saldría en los grandes titulares ni fotografías, fue paradójicamente el que más sufrió por lo que supuso Hiroshima, el que más culpable se sintió por aquella operación, el que jamás olvidó el coste en vidas y horror de esa bomba.
Eatherly se pasó el resto de su vida implorando una condena que puniera su participación, mendigando un castigo que aplacara su lacerante conciencia, desgastando su cordura intentando encontrar su lugar en un mundo que había perdido la inocencia, la razón y el alma. No extraña, por tanto, que su existencia consistiera en desesperadas llamadas de atención para ir a la cárcel o a algún hospital psiquiátrico donde expiar su amargura, una amargura que quizás se vio aliviada por una inesperada carta: La remitida por una docena de jóvenes afectadas de Hiroshima que, lejos de culparle, le consideraban un víctima más de la bomba.
Eatherly moriría cargando sobre él el peso de las conciencias de muchos otros cobardes hipócritas y salvajes sin escrúpulos, constituyendo así uno de los ejemplos más demoledores e interesantes de qué es Hiroshima. Una lección a no olvidar jamás.
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