A veces, la sórdida entrada al hades tiene una lujosa alfombra roja. A veces, la muerte se convierte en un salvoconducto para un Olimpo en el que hace tiempo que ya no moran las deidades de tiempos pretéritos. A los mitos de hoy ya no les cantan ni Homeros ni trovadores porque las gestas de hoy se forjan inmortales por sí solas en retinas y oídos. Cantantes, deportistas, actores...esos son los Aquiles, Odiseos, Arturos de nuestro tiempo y suyo el elixir de la inmortalidad. Y, si hay algún lugar en la tierra que se asemeja a la mítica morada de los olímpicos dioses, ese es Hollywood, epicentro mundial de los flashes, seductora y demencial Babel del cine donde la miel y la hiel están tan próximas como la luz a la sombra. Por eso, no hay enclave en el mundo donde una muerte tenga tanto sabor a eclipse, donde no brille más la oscuridad, donde la fatalidad se muestre más contundente. Y es que, Hollywood no son unas coordenadas, son los actores y cineastas, los títulos de crédito del séptimo arte. Cuando uno de ellos desciende a los infiernos, todo el mundo vuelve su vista al abismo.
Esta noche falleció Heath Ledger, uno de los actores con más talento y potencial de todo el panorama cinematográfico. Un bote de pastillas, una estela de rumores y un creciente carisma bastan para que las brumas del mito acojan en su regazo al malogrado actor australiano. Ya quedan atrás su desparpajo ante la cámara, su sonrisa magnética y su brillante construcción de personajes y comienza la leyenda. George Reeves, James Dean, Marilyn Monroe, Judy Garland, Romy Schneider, River Phoenix y muchos más han precedido a Ledger en el tránsito que va de Hollywood a la inmortalidad por el atajo de la tragedia. Quizás es que creamos en la invulnerabilidad e infalibilidad de quienes aparecen en la gran pantalla. Quizás es que olvidamos es que, cuanto más en la cumbre se está, más cerca y profundo está el abismo que se abre a tu pies. Quizás es que olvidamos que los actores no dejan de ser personas, presas y víctimas de sus emociones tanto o más que cualquiera de nosotros y, al igual que nosotros, no exentos de que un mal día, un despiste o la mala suerte permita a la guadaña seguir con su ruleta de escalofríos. Quizás es que nos cueste asumir que para ser inmortal hay que morir primero. Sea como fuere, requiescat in Olimpo, Heath Ledger y gracias, inmortal.
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