Recibir un premio Pulitzer es todo un honor y una garantía de asombro y respeto mundial. Pero, en este caso, eso es lo de menos porque la historia de Derek Madsen no necesita de ningún premio para conmover al mundo o pasar a la posteridad. Y no lo necesita porque está escrita con el lenguaje de las entrañas, apelando a los sentimientos y valores más profundos que tiene el ser humano, hablando a nuestros corazones de tú a tú con una contundencia que en ocasiones llora sobre nuestras mejillas. Es una historia de amor y sacrificio, de ilusión y dolor, de vida y de muerte. Es la historia de dos héroes: Un niño con un cáncer infantil terminal y su excepcional madre. Y es una historia que acaba mal. Pero es precisamente esa dimensión trágica la que engrandece colosalmente las proporciones de los valores y virtudes de todos los protagonistas implicados en ella. Y es una historia que, además de conmovernos, nos debe hacer reflexionar.
No ahondaré aquí en detalles, pues prefiero que conozcan a Cyndie French y su hijo a través del sobrecogedor y magnífico reportaje premiado con el Pulitzer y que está estructurado en cuatro partes (1, 2, 3 y 4). Lo que quiero con este artículo son dos cosas:
La primera de ellas es elogiar a todas esas personas que combaten con todo su alma el lado menos agradable de la existencia humana, a esos héroes anónimos que se convierten en un referente magistral de cómo deberíamos ser todos, a ese ejército sin nombre que miran a la cara al infortunio y la tragedia y en lugar de salir huyendo o autocompadecerse, avanzan con corazón firme. Estos son los nuevos santos, los mitos de la épica del siglo XXI, la última esperanza de una sociedad desquiciada y perdida entre sus propios prejuicios y fantasmas. Gente que no busca ni placas ni monumentos ni salir en la foto. Gente que habla con los hechos y actúa con el corazón. Gente como Cyndie y Derek. Gracias a ellos, cualquiera debería sentirse orgulloso de compartir la condición humana con estas magistrales personas.
El otro objetivo que persigo en este artículo es que todos nos miremos frente al espejo de esta historia y comprobemos cuánto tardamos en desviar la vista por avergonzarnos de nosotros mismos. Vergüenza por quejarnos de cosas nimias, por rasgarnos las vestiduras ante problemas absurdos, por autocompadecernos con una facilidad pasmosa, por tirar la toalla ante percances ridículos, por la valentía de las plañideras y la retórica de la queja. Vergüenza. Vergüenza. Vergüenza. Y conste que soy el primero en avergonzarme de mí mismo después de conocer historias como las de Derek. ¡Cuánto tiempo he perdido en quejarme y autocompadecerme en lugar de intentar superar las adversidades de la mejor forma posible! ¡Cuánta cobardía escondida detrás de excusas y lamentos! ¡Qué bajo cotiza hoy todo lo que reporta una sonrisa! ¡Qué egoísmo estúpido domina y ciega nuestras vidas! ¡Qué vergüenza!
Hoy no lamentaré cómo está el país, la sociedad, el cambio climático, mi precariedad laboral o lo que se tercie. Hoy, simple y sencillamente, quiero honrar a Derek Madsen y Cyndie French de la mejor forma que sé: Con un sentido e infinito GRACIAS.
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