domingo, 21 de agosto de 2016

Yo no soy de Bolt

Terminan ya los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, que han transcurrido mejor que lo esperado y peor que lo deseable y que, en España, hemos tenido la oportunidad de ver de forma un tanto aparatosa por obra y desgracia de RTVE.
Estos JJOO, que no han sido nada del otro jueves, sí han cumplido con su cometido como surtidores de anécdotas, decepciones y alegrías. Pero eso no me interesa. Doctores tiene la Iglesia para comentar todo eso más y mejor que yo. Lo que sí me interesa es explicar el título de este artículo.

Siempre he pensado que la excelencia no está reñida con la humildad de la misma forma que la modestia no es incompatible con la ambición. Por eso, si eres el mejor en algo (afirmación que ya por definición es ya relativa y discutible) enunciarlo me parece no sólo algo estúpidamente redundante sino chapotear en la más repugnante soberbia. Véase Usain Bolt. Uno no se imagina a Richard Ford diciendo "Soy el número uno de la narrativa" ni a Rafael Álvarez "El Brujo" afirmando "Soy el mejor comediante español" ni a Aaron Sorkin soltando "El mejor guionista vivo soy yo" ni a Joaquín Sabina declarando "Ni hubo ni hay ni habrá otro cantautor como yo", pese a que muy probablemente tengan motivos sobrados para decirlo.

Supongo que la presencia o no de soberbia en la sangre tiene que ver con la educación adquirida o con lo que has aprendido de la vida. O tal vez se deba a que el mal de altura del Olimpo sólo afecta a quienes tienen la sesera por amueblar o la ética por descubrir o la vergüenza en busca y captura. Y en esto Bolt no está solo (ahí están Cristiano Ronaldo, Connor McGregor y todo un etcétera de portentosos bocazas). El caso es que los grandes de verdad no lo dicen, lo demuestran: nada mejor que los hechos hablen por ti. Todo lo demás es un infantil afán de protagonismo o una mal disimulada necesidad de parchear con notoriedad alguna tara afectiva o psicológica.

Por suerte, en estos mismos JJOO hemos tenido la oportunidad de disfrutar de ejemplos de lo contrario, de campeones consagrados en lo deportivo que, al mismo tiempo, son auténticos modelos de sensatez, prudencia y humildad. Véase Pau Gasol, Rafa Nadal o Mireia Belmonte. El placer de ver en acción a prodigios de este calibre sólo es comparable al placer de ver, leer o escuchar sus magistrales declaraciones. Son gente que no pierde el norte con la euforia ni se deslumbra con los triunfos ni considera la modestia un lastre ni es alérgica a la honestidad. Son personas que, en lugar de enarbolar el "discurso del yo" y perderse en una retórica onanista, apuestan por el mensaje del esfuerzo, de la perseverancia, del inconformismo constructivo. Campeones que, ganen o pierdan, siempre lo dan todo. Iconos que consiguen formar un todo coherente y elogiable tanto con lo que hacen como con lo que dicen. Quizás por ello ya están en el terreno de las leyendas. Ésas que perduran en el tiempo y la memoria porque no sólo dejan una estela de logros o premios extraordinarios sino porque legan algo valioso, ejemplar, útil, positivo, interesante, modélico.

Por eso, prepotentes como Bolt harían bien en saber o recordar que en el deporte no todo se reduce a una genética afortunada o a una técnica excepcional o a unos resultados asombrosos. Para pasar a la posteridad, hace falta algo más. Algo imponderable. Algo que no todo el mundo tiene. Algo que me hace admirar y aplaudir a cualquier Gasol, Nadal, Belmonte o similar. Algo que me lleva a repudir a cualquier divo como Bolt, por muchas medallas que le cuelguen del ego.

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