viernes, 4 de septiembre de 2015

Distancia

La inauguración había sido un éxito: los cuerpos chocaban en brindis, las sonrisas se intercambiaban como tarjetas de visita, las bocas centrifugaban canapés, los zapatos bailaban el chotis del espacio menguante, los ojos escrutaban las extrañas esculturas con un afectado voyeurismo y el aire se llenaba de palabras donde antes había oxígeno. La mayoría de los presentes apenas se conocían entre sí pero todos tenían el nexo común del artista taciturno que ahora surfeaba por la galería entre saludos comprometidos y elogios de garrafón mientras su ego declaraba el estado de obesidad mórbida. Fuera, la noche de julio llevaba el agosto a las terrazas y el sudor a los recovecos corporales.

Allí, en esa sofisticada sala convertida en caja de gusanos engalanados, se vieron. Había pasado tiempo. No mucho. El suficiente. Semanas. Tal vez meses. La mirada apenas duró un segundo. No mucho. Lo suficiente. Ambos estaban enmarañados en esas conversaciones en las que la gente acostumbra a dejarse llevar por una inercia insustancial e inocua. Ambos escondieron bajo su rostro cualquier gesto o expresión que delatara sorpresa, pensamiento, sentimiento o intención. Ambos siguieron dialogando mecánicamente con sus aledaños como si aquel cruce de miradas hubiera sido un choque fortuito del que no había necesidad de dar parte. Ambos decidieron no volver a mirar para evitar verse. Ambos trataron de autoconvencerse de la ausencia de toda importancia. Pero la tenía. No mucha. La suficiente.

Mientras se afanaban en su disimulo, sus respectivas mentes volvieron al pasado. Al penúltimo capítulo. Dos versiones de un mismo hecho. Una conversación en la que la lejanía física disfrazó de valentía a la cobardía. Un diálogo en el que la imposibilidad de ver y oír al otro desnudó las palabras en toda su crudeza. Una reyerta librada entre pantallas y teclas. Una inesperada tormenta textual de metralla sentimental. Un trapicheo febril de culpas y reproches. Una pirotecnia de palabras difíciles de olvidar. Un brusco y tosco lavado de conciencia propia con sangre ajena. El atronador naufragio de una relación desorientada hasta aquel momento por la ambigüedad y el ajedrecismo de quien no queriendo perder se olvidó de ganar. El estrépito antes del silencio. El hundimiento en el pasado de todo presente y, quizás, de todo futuro. Una herida a cobro revertido. La sangre, el pus y la lágrima.

Dudaban. Dudaban si dejarse llevar por el rencor y apostar por la indiferencia o bien dejarse llevar por la sensatez y apostar por la educación. Dudaban si mantener en pie las trincheras de los reproches o bien construir un puente de entendimiento. Dudaban si tomar la iniciativa o bien quedarse a la espera de lo que hiciera el otro. Dudaban si recuperar el ayer o sentenciar el mañana. Y mientras dudaban, no dejaban de pensarse. Y mientras dudaban, conversaban, sonreían, comían y saludaban con las personas de su alredor como si en su cabeza estuviera sonando Vivaldi en lugar de Marilyn Manson.

De pronto, la especulación terminó. Él dejó la copa en una bandeja, se despidió de los hombros que lo rodeaban y atravesó la sala convertido en la proa de un barco con la mirada clavada en ella. Ella miró con el rabillo del ojo e intentó fingir que lo que se aproximaba era un fantasma, alguien del pasado, incorpóreo, invisible, muerto. Conforme la distancia y las personas entre ellos menguaban, la sangre se volvió una riada que descosió cualquier guión. Bienvenidos al punto de no retorno. Dos metros. Un metro. Un segundo. Ella se giró hacia él con toda la serenidad de la que fue capaz y mantuvo su boca cerrada a la espera de que él abriera la suya. Él siguió caminando hacia ella, pasó a su lado y la dejó atrás. Luego, desapareció por la puerta de salida y no volvió.

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