"Los hombres han dejado a Dios no por otros dioses, dicen, / sino por ningún dios; y eso no había ocurrido nunca, / que los hombres a la vez negasen a los dioses y adorasen a dioses, profesando primero la Razón, / y luego el Dinero, y el Poder, y lo que llaman Vida, o Raza, o Dialéctica. (..) Cuando a la Iglesia ni se la considera ya, ni se oponen / siquiera a ella, y los hombres han olvidado / a todos los dioses excepto la Usura, la Lujuria y el Poder".
Hay películas como "El jardinero fiel", "Diamante de sangre", "Black Hawk derribado", "Lágrimas del sol" o "Llanto por la tierra amada" y libros como los salidos de la mano de Alberto Vázquez-Figueroa que nos transmiten un mensaje tan conmovedor como minusvalorado, una llamada de atención que se cuela en tus entrañas y se va enroscando en ellas, como una raíz con alma de serpiente: África, cuna del ser humano, es desde hace décadas el precipicio desde el que se puede ver morir todas las virtudes de la Humanidad. Allí la vida apenas levanta unos palmos del suelo y las sonrisas mueren antes de encontrar un sentido. Allí los seres humanos en el mejor de los casos son sólo nombres cuando no números, siluetas o simplemente nada. Allí respirar es sentir cómo la vida exhala moribunda pequeñas bocanadas de impotencia. Allí los más fantásticos y diversos parajes naturales son el desquiciado escenario de atrocidades e injusticias como pocas ha conocido la Historia. Eso es África. Un continente de enorme belleza y colosales recursos que ha sido mancillado por potencias y multinacionales tan obscena y reiteradamente que han convertido la tierra africana en el paradigma del tercer mundo, o, sin eufemismos, en el aliviadero del primer mundo, sin duda el primero en hipocresía, cobardía, complacencia y vileza. Unas naciones que han utilizado su gran, grandísimo poder no para remediar, no, sino para perseverar en un gran, grandísimo error.
Tener constancia o el más mínimo indicio de lo que hacen los países y empresas más poderosas en aquellos lares es tan repulsivo como ninguneado. En África tan importante, humillante y dramático es qué se hace como qué no se hace. Y más aún conocer los motivos para todo ello. El interés económico, el que sustenta la endiablada maquinaria de la prosperidad de los "países avanzados" (en avanzado estado de descomposición moral, diría yo), es el principal culpable de todo lo que ocurre en África. Un interés que alienta que la corrupción política, tanto nativa como foránea, coquetee con el adjetivo "ancestral"; un interés que consiente que los Derechos Humanos sean vilipendiados con tal naturalidad que parecen inexistentes; un interés que entumece cualquier reacción ante abusos indiscriminados de toda índole y matanzas inconcebibles; un interés que sólo se olvida momentáneamente cuando algún dirigente político o empresarial quiere maquillar su imagen, hacerse una foto o ganarse su minuto de gloria en una noticia, convirtiendo de este modo la "bondad" en una mera técnica de marketing; un interés que deja morir lenta y masivamente a miles de personas por el mero hecho de que es rentable. Que no tengan ideas para pensar, voz para protestar ni dinero para prosperar. Ésa parece ser la consigna que se aplica de forma generalizada en el tercer mundo y, de forma especial, en África. Y la verdad es que funciona, sólo hay que mirar los resultados.
Habrá quien diga que sí que se hacen cosas en pos del bien de las gentes africanas y estoy de acuerdo. Pero no son, ni de lejos, suficientes. Cuando los verdaderos responsables de solucionar un problema forman parte de éste, cuando la corrupción y la descoordinación están tan expandidas como arraigadas, cuando después de muchos años de misioneros y ONGs África sigue sumida en su abominable agonía, no se hace lo suficiente. Nunca todo lo que se haga por desterrar de esas tierras la muerte, la enfermedad, la pobreza y la esclavitud moral y/o física será suficiente. Nunca. Conformarse es hacer zapping ante lo que cualquiera de nosotros podríamos estar sufriendo si no hubiéramos tenido la inmensa suerte de nacer donde nacimos.
Y lo que más pena me da de todo, más aún incluso que tener la impresión de que películas conmovedoras como "El jardinero fiel" se quedan cortas, es saber que la postura más habitual ante los desmanes africanos es la misma que la del fotógrafo que saca la instantánea del buitre merodeando a una famélico niña y piensa: "Pobrecita". Porque el problema, en el fondo, es que en este mundo, en este siglo y en esta sociedad nuestra verdadera humanidad y altruismo sólo se pueden medir en segundos. Y después, nos sumergimos en nuestra anestesiante y frenética rutina de nimios problemas domésticos. Duele pensar que podemos ayudar y no lo haremos. Duele mucho ser consciente de todo ello. Duele saberse partícipe de ese infame baile de máscaras en el que todo que nos hiere el alma es soterrado por nuestro vergonzoso egoísmo. Duele saber que el teniente A.K. Waters (Bruce Willis) dice una verdad incontestable cuando, en "Lágrimas del sol", afirma: "Lo único que necesita el mal es que los hombres buenos no hagan nada". Duele sentir resonar en tu interior lo que el autor del poema del comienzo dijo hace mucho tiempo: "Somos los hombres huecos, / somos los hombres rellenos apoyados uno en otro, / con la mollera llena de paja. ¡Ay! / Nuestras voces resecas, cuando susurramos juntos, / son tranquilas y sin significado, / como viento en hierba seca, / o patas de ratas sobre cristal roto / en la bodega seca de nuestras provisiones". (T.S.Eliot. Los hombres huecos. 1925)